La Virgen de la tosquera
Silvia vivía sola en su propio departamento alquilado, con una planta de
marihuana de metro y medio en el patio y una habitación enorme con el colchón
en el piso. Tenía su propia oficina en el Ministerio de Educación, un sueldo,
se teñía el pelo largo de negro azabache y usaba camisolas hindúes de mangas
anchas a la altura de las muñecas, con hilos plateados que brillaban bajo el
sol. Era de Olavarría y tenía un primo que había desaparecido misteriosamente
mientras recorría el interior de México. Era nuestra amiga «grande», la que nos
cuidaba cuando salíamos y la que nos prestaba la casa para que pudiéramos fumar
porro y encontrarnos con chicos. Pero la queríamos arruinada, indefensa,
destruida. Porque Silvia siempre sabía más: si alguna de nosotras descubría a
Frida Kahlo, ah, ella ya había visitado la casa de Frida con su primo en
México, antes de que él desapareciera. Si probábamos una droga nueva, ella ya
había tenido una sobredosis con la misma sustancia. Si descubríamos a una banda
que nos gustaba, ella ya había dejado de ser fan del mismo grupo. Odiábamos que
tuviera el pelo lacio y pesado, negrísimo, teñido con una tintura que no
podíamos encontrar en ninguna peluquería normal. ¿Qué marca sería? Ella a lo
mejor nos lo hubiera dicho, pero jamás se lo preguntamos. Odiábamos que siempre
tuviera plata, para otra cerveza, para otros veinticinco gramos, para otra
pizza . ¿Cómo podía ser? Ella decía que además del sueldo disponía de la cuenta
de su padre, rico, que no la veía ni la había reconocido, pero le depositaba
plata en el banco. Era mentira, seguro. Tan mentira como que su hermana fuera
modelo: la habíamos visto cuando la chica visitó a Silvia y no valía ni tres
puteadas, una morocha petisa de culo grande y rulos rebeldes marcados con gel,
más grasa imposible, recontraordinaria, no podía ni soñar con subirse a una
pasarela.
Pero sobre todo queríamos verla derrotada porque Diego
gustaba de ella. A Diego lo habíamos conocido nosotras en Bariloche, en nuestro
viaje de egresadas. Era flaco, tenía las cejas gruesas y siempre usaba una
remera diferente de los Rolling Stones (una con la lengua, otra con la tapa de
Tatuado , otra con Jagger agarrando un micrófono con cable terminado en cabeza
de serpiente). Diego nos tocó canciones en la guitarra acústica después de la
cabalgata cuando se hacía de noche cerca del cerro Catedral, y después en el
hotel nos enseñó la medida justa de vodka y naranja para hacer un buen
destornillador. Nos trató bien pero solamente quiso besarnos y no quiso
acostarse con nosotras, a lo mejor porque era más grande (había repetido, tenía
dieciocho), o porque no le gustábamos. Después, cuando volvimos a Buenos Aires,
lo llamamos para invitarlo a una fiesta. Nos prestó atención un rato hasta que
Silvia le dio charla. Y desde entonces nos siguió tratando bien, eso sí, pero
Silvia lo acaparaba y lo deslumbraba (o lo abrumaba: las opiniones estaban
divididas) con sus historias de México y peyote y calaveras de azúcar. Ella
también era grande, hacía dos años que había terminado la secundaria. Diego no
había viajado mucho, pero quería irse de mochilero al norte ese mismo verano;
Silvia ya había hecho ese recorrido (¡claro!) y le daba consejos, le decía que
la llamara para recomendarle hoteles baratos y casas de familias que daban
alojamiento, y él se creía todo, a pesar de que Silvia no tenía ni una sola
foto, ni una, para probar que ese viaje —o cualquiera de los otros, era muy
viajada— había sido real.
Ella fue la que apareció con la idea de las tosqueras
ese verano, y tuvimos que concederle: fue una muy buena idea. Silvia odiaba las
piletas públicas y las de club, hasta las de las quintas o casas de fin de
semana: decía que el agua no era fresca, que la sentía estancada. Como el río
más cercano estaba contaminado, ella no tenía dónde nadar. A nosotras nos
parecía «quién se cree qué es Silvia, como si hubiera nacido en una playa del
sur de Francia». Pero Diego escuchó la explicación de por qué quería agua
«fresca» y estuvo totalmente de acuerdo. Hablaron un poco de mares y cascadas y
arroyitos hasta que Silvia mencionó las tosqueras. Alguien, en el trabajo, le
había dicho que podía encontrar un montón en la ruta para el sur, y que la
gente apenas las usaba para bañarse, porque les daban miedo, se decía que eran
peligrosas. Ahí mismo propuso que fuéramos el siguiente fin de semana, y
nosotras aceptamos de inmediato porque sabíamos que Diego iba a decir que sí y
no queríamos que fueran los dos solos. A lo mejor si veía el feo cuerpo que
tenía ella, unas piernas bien macetonas, Silvia decía que porque había jugado
al hockey de chica, pero la mitad de nosotras habíamos jugado al hockey y
ninguna tenía esos jamones; el culo chato y las caderas anchas, por eso le
quedaban tan mal los jeans ; si veía esos defectos (más los pelos que nunca se
depilaba bien, a lo mejor no se podían sacar de raíz, ella era muy morocha), a
lo mejor Diego dejaba de gustar de Silvia y de una buena vez se fijaba en
nosotras.
Ella averiguó un poco y dijo que teníamos que ir a la
tosquera de la Virgen, que era la mejor, la más limpia. También era la más
grande, la más honda y la más peligrosa de todas las tosqueras. Quedaba muy
lejos, casi al final del recorrido del 307, cuando el colectivo ya tomaba la
ruta. La tosquera de la Virgen era especial porque, decían, casi nadie iba a
bañarse ahí. El peligro que alejaba a la gente no era la profundidad: era el
dueño. Decían que alguien la había comprado, y lo aceptábamos: ninguna de
nosotras sabía para qué servía una tosquera ni si se podía comprar, pero sin
embargo no nos resultaba raro que tuviera dueño y entendíamos que él no
quisiera extraños bañándose en su propiedad.
Según contaban, cuando había intrusos el dueño aparecía
por detrás de una loma en su camioneta y les disparaba. A veces también les
soltaba sus perros. Había decorado su tosquera privada con un altar gigante,
una gruta para la Virgen en uno de los lados del piletón principal. Se podía
llegar rodeando la tosquera por un camino de tierra del lado derecho, un camino
que empezaba en una entrada improvisada, cerca de la ruta, marcada por un
angosto arco de hierro. Del otro lado estaba la loma desde la que podía
asomarse la camioneta. El agua frente a la Virgen estaba quietísima, negra. De
este lado, una playita de tierra arcillosa.
Fuimos todos los sábados de ese enero, el calor era
tormentoso y el agua estaba tan fría: era como sumergirse en un milagro. Hasta
nos olvidamos un poco de Diego y Silvia. Ellos también se habían olvidado el
uno del otro, maravillados por la frescura y el secreto. Tratábamos de estar
callados, de no hacer escándalo para no despertar al dueño escondido. Nunca
vimos a nadie más, aunque a veces algunas personas compartían la parada del
colectivo a la vuelta, y debían suponer que volvíamos de la tosquera por nuestro
pelo mojado y el olor que se nos quedaba pegado a la piel, olor a piedra y sal.
Una vez el colectivero nos dijo algo extraño: que tuviéramos cuidado con los
perros sueltos, medio salvajes. Nos dio un escalofrío, pero el siguiente fin de
semana estuvimos tan solos como siempre, no escuchamos ni siquiera un ladrido
lejano.
Y podíamos ver que Diego empezaba a mirar con interés
nuestros muslos dorados, nuestros tobillos finos, los vientres chatos. Igual
seguía más cercano a Silvia y todavía parecía fascinado aunque ya se había dado
cuenta de que nosotras éramos mucho mucho más lindas. El problema era que los
dos nadaban muy bien, y aunque jugaban con nosotras en el agua y nos enseñaban
algunas cosas, a veces se aburrían y se alejaban nadando rápido, con precisión.
Era imposible alcanzarlos. La tosquera era enorme de verdad; nosotras, cerca de
la orilla, veíamos sus dos cabezas oscuras flotando sobre la superficie, y
veíamos sus labios moverse, pero no teníamos idea de lo que se decían. Se reían
mucho, eso sí, y Silvia tenía una risa escandalosa, teníamos que retarla para
que bajara la voz. Los dos parecían tan contentos. Sabíamos que se iban a
acordar dentro de muy poco de lo mucho que se gustaban, que la frescura del
verano cerca de la ruta era algo pasajero. Teníamos que detenerlos. Nosotras
habíamos encontrado a Diego, ella no podía quedarse con todo.
Diego estaba cada día mejor. La primera vez que se sacó
la remera descubrimos que tenía la espalda ancha, los hombros caídos y fuertes,
y un color arena en la espalda, justo sobre el pantalón, que era sencillamente
hermoso. Nos enseñó a armar una tuquera para el porro con la cajita de
fósforos, y nos cuidaba para que no nos metiéramos al agua relocas, por si nos
ahogábamos drogadas. Nos ripeaba discos de las bandas que, creía, teníamos que
conocer, y después nos tomaba examen, era encantador, se ponía contento cuando
notaba que nos había gustado de veras alguna de sus favoritas. Nosotras
escuchábamos con devoción y buscábamos mensajes, ¿nos querría decir algo?, por
las dudas hasta traducíamos las canciones que estaban en inglés usando el
diccionario; nos las leíamos por teléfono y debatíamos. Era muy confuso, había
decenas de mensajes cruzados.
Toda especulación se cortó en seco —como si nos
hubieran pasado un cuchillo helado por la columna vertebral— cuando nos
enteramos de que Silvia y Diego se habían puesto de novios. ¡Cuándo! ¡Cómo!
Ellos eran grandes, no tenían por qué estar en casa temprano, Silvia tenía su
propio departamento, qué estúpidas, aplicarle a ellos nuestras limitaciones de
pendejas. Y eso que nos escapábamos bastante pero igual nos controlaban con
horarios, celular y padres que se conocían entre sí y nos llevaban hasta los
lugares —boliches, casas de amigas, casas nuestras, club— en auto.
Los detalles los tuvimos pronto, y no eran demasiado
espectaculares. Se veían al margen de nosotras desde hacía un tiempo; de noche,
en efecto, pero a veces él la pasaba a buscar por el Ministerio y se iban a
tomar algo, y otras se quedaban a dormir juntos en su departamento. Seguro
fumaban el porro de la planta de Silvia en la cama después de coger. Algunas de
nosotras no habíamos cogido a los diecisiete años, un espanto; chupar pija sí,
ya sabíamos hacerlo muy bien, pero coger, algunas, no todas. Nos dio un odio
terrible. Queríamos a Diego para nosotras, no queríamos que fuera nuestro
novio, queríamos nomás que nos cogiera, que nos enseñara como nos enseñaba
sobre el rocanrol, preparar tragos y nadar mariposa.
De todas, la más obsesionada era Natalia. Ella era
virgen todavía. Decía que quería guardarse para uno que valiera la pena, y
Diego valía la pena. Cuando se le metía algo en la cabeza, era muy difícil que
diera marcha atrás. Una vez, se había tomado veinte pastillas de su mamá cuando
le prohibieron ir al boliche por una semana —las notas del colegio eran un
desastre—. La dejaron seguir yendo, pero la mandaron al psicólogo. Natalia
faltaba y se gastaba la plata de las sesiones en sus cosas. Con Diego quería
algo especial. No quería tirársele encima. Quería que él la quisiera, gustarle,
enloquecerlo. Pero en las fiestas, cuando se acercaba a hablarle, Diego le
hacía una sonrisa de costado y seguía en su conversación, con cualquier otra de
nosotras. No le contestaba el teléfono, y si lo hacía, las conversaciones eran
lánguidas y él siempre las cortaba. En la tosquera, no se le quedaba mirando el
cuerpo, las piernas largas y fuertes y el culo firme, o la miraba como si se
fijara en una planta medio aburrida, un ficus, por ejemplo. Eso sí que Natalia
no podía creerlo. Ella no sabía nadar, pero se humedecía cerca de la orilla y
después salía del agua fría con la malla amarilla pegada al cuerpo bronceado,
tan pegada que se le marcaban los pezones, erizados por el agua helada; y
Natalia sabía que cualquier otro que la viera se mataría a pajas, pero Diego
no, ¡prefería a la negra de culo chato! Nosotras coincidíamos en que era
incomprensible.
Una tarde, cuando íbamos para la clase de educación
física, nos contó que le había echado sangre de menstruación al café de Diego.
Lo había hecho en la casa de Silvia, ¡dónde si no! Estaban los tres solos, y en
un momento Diego y Silvia fueron hasta la cocina, por unos minutos, a buscar
café y galletitas; el café ya estaba servido sobre la mesa. Natalia, muy rápido,
echó lo que había podido juntar —muy poco— en un mínimo frasquito de muestra de
perfume. Había logrado juntar la sangre retorciendo algodón húmedo, un asco
porque ella siempre usaba toallitas o tampones, se había puesto algodón solo
para poder conseguir sangre. Estaba un poco diluida en agua, pero ella decía
que tenía que servir igual. Había sacado el método de un libro de
parapsicología: ahí decían que era poco higiénico, pero infalible para amarrar
al ser amado.
No funcionó. Una semana después de que Diego tomara la
sangre de Natalia, la propia Silvia nos contó que estaban de novios, que era
oficial. La siguiente vez que los vimos, no paraban de besuquearse. Ese fin de
semana fuimos a la tosquera con ellos de la mano, y no lo podíamos entender. No
lo podíamos entender. La bikini roja con dibujos de corazones de una; la panza
chatísima con un piercing en el ombligo de otra; el excelente corte de pelo con
un mechón en la cara, las piernas sin un solo pelo, las axilas como de mármol.
¿Y él la prefería a ella? ¿Por qué? ¿Porque se la cogía? ¡Si nosotras también
queríamos coger, no queríamos otra cosa! O acaso no se daba cuenta cuando nos
sentábamos sobre sus rodillas apoyando el culo con mucha fuerza, y tratando de
manotearle la pija con la mano, como en un descuido. O cuando nos reíamos cerca
de su boca, mostrándole la lengua. ¿Por qué no nos tirábamos encima de él y
listo? Porque nos pasaba a todas, no era solamente la obsesión de Natalia:
queríamos que Diego nos eligiera. Queríamos estar con él todavía mojadas del
agua fría de la tosquera, cogiendo una tras otra, él acostado sobre la playita,
esperando los disparos del dueño, y correr hacia la ruta medio desnudas bajo
una lluvia de balas.
Pero no. Estábamos ahí sentadas en toda nuestra gloria,
y él besándose con Silvia culo chato, vieja además. El sol ardía, y a Silvia
culo chato ya se le estaba pelando la nariz, un desastre, usaba protectores
solares de cuarta. Nosotras, impecables. En un momento, Diego pareció darse
cuenta. Nos miró distinto, como si registrara que estaba con una negra fea. Y
dijo «por qué no vamos nadando hasta la Virgen». Natalia se puso pálida, porque
ella no sabía nadar. Nosotras sí, pero no nos animábamos a cruzar la tosquera,
que era muy profunda y larga, si nos ahogábamos no había quien nos salvara,
estábamos en el medio de la nada. Diego adivinó: «Sil y yo vamos nadando,
ustedes agarren por el costado caminando y nos vemos allá. Quiero ver ese altar
de cerca, ¿se copan?».
Dijimos que sí, que claro, aunque estábamos preocupadas
porque si le decía «Sil» a lo mejor nuestra percepción de que nos miraba
distinto era equivocada, nomás nos moríamos de ganas de que fuera así y ya
estábamos medio locas. Empezamos a caminar. Rodear la tosquera no era fácil:
parecía mucho más chica cuando una estaba sentada en la playita. Era enorme.
Debía tener unas tres cuadras de largo. Diego y Silvia avanzaban más que
nosotras, y veíamos las cabezas oscuras aparecer a intervalos, medio doradas
bajo el sol, tan luminosas, y los brazos levantando surcos de agua,
resbaladizos. En un momento tuvieron que parar, lo vimos desde el costado
—nosotras, bajo el sol, con polvo pegado al cuerpo por la transpiración,
algunas con dolor de cabeza por el calor y la luz fuerte en los ojos, caminando
como si anduviéramos cuesta arriba—; los vimos parar y hablarse, Silvia se reía
tirando la cabeza para atrás y manteniendo los brazos en movimiento para no
hundirse. Eran demasiados metros para nadar de un tirón, ellos no eran
profesionales. Pero a Natalia le dio la impresión de que no paraban nomás por
cansancio, creyó que estaban tramando algo, «a esa yegua se le ocurrió alguna»,
dijo, y siguió caminando hacia la Virgen que apenas se veía adentro de la
gruta.
Diego y Silvia llegaron justo cuando nosotras doblábamos
a la derecha, a caminar los últimos cincuenta metros que nos separaban de la
gruta de la Virgen. Seguramente nos vieron resoplando, con las axilas oliendo a
cebolla y el pelo pegado a las sienes. Nos miraron bien, se rieron igual que lo
habían hecho cuando dejaron de nadar, y se volvieron a tirar al agua, para
nadar con toda velocidad de vuelta a la orilla de la playita. Así nomás. Se les
escucharon las carcajadas burlonas junto al chapuzón. «¡Chau, chicas!», gritó
Silvia triunfal antes de volver nadando, y nosotras ahí heladas a pesar del
bochorno, qué cosa rara, heladas y más muertas de calor que nunca, con las
orejas ardiendo de odio mientras los veíamos irse riéndose de las tontas que no
sabíamos nadar, imaginando nuestros propios reproches. Humilladas, a cincuenta
metros de la Virgen, que ya nadie tenía ganas de ver, que ninguna de nosotras
había tenido ganas de ver nunca. Miramos a Natalia. Era tanta la rabia que las
lágrimas no caían de sus ojos. Le dijimos que teníamos que volver. Dijo que no,
que quería ver a la Virgen. Nosotras estábamos cansadas y avergonzadas, nos
sentamos a fumar, le dijimos que la esperábamos.
Tardó bastante, unos quince minutos. Raro, ¿habría
estado rezando? No le preguntamos, la conocíamos bien cuando se enojaba, a una
de nosotras nos había mordido en un ataque de furia, de verdad, un mordiscón
enorme en el brazo que había dejado una marca por casi una semana. Volvió con
nosotras, nos pidió de fumar una pitada —no le gustaba fumar cigarrillos
enteros— y empezó a caminar. La seguimos. Podíamos ver a Silvia y Diego en la
playa, secándose mutuamente, no los escuchábamos bien, pero se reían, y de
pronto un grito de Silvia, «no se enojen, chicas, fue un chiste».
Natalia se dio vuelta en seco. Estaba cubierta de
polvo. Tenía polvo hasta en los ojos. Nos miró fijo, estudiándonos. Sonrió y
dijo:
—No es una Virgen.
—¿Qué cosa?
—Tiene un manto blanco para ocultar, para taparla, pero
no es una Virgen. Es una mujer roja, de yeso, y está en pelotas. Tiene los
pezones negros.
Nos dio miedo. Le preguntamos quién era, entonces. Nos
dijo que no sabía, algo brasilero. También nos dijo que le había pedido algo.
Que el rojo estaba muy bien pintado, y brillaba, parecía acrílico. Que tenía un
pelo muy lindo, negro y largo, más oscuro y más sedoso que el de Silvia. Y que
cuando se le acercó, el falso manto blanco virginal se le cayó solo, sin que
ella lo tocara, como si quisiera que Natalia la reconociera. Entonces le había
pedido algo.
No le contestamos nada. A veces hacía cosas así de
locas, como lo de la menstruación en el café. Después se le pasaba.
Llegamos de muy malhumor a la playita, y aunque Silvia
y Diego trataron de hacernos reír, no hubo manera. Vimos cómo les entraba la
culpa. Pidieron perdón y disculpas. Admitieron que había sido una broma de mal
gusto, pesada, diseñada para avergonzarnos, mala leche, despreciativa. Sacaron
de la heladerita que siempre llevábamos a la tosquera una cerveza bien fresca,
y cuando Diego la destapó con su abridor-llavero, escuchamos el primer
resoplido. Fue tan alto, claro y fuerte que pareció venir de muy cerca. Pero
Silvia se paró y señaló con el dedo la loma por donde aparecía el dueño. Había
un perro negro. Aunque lo primero que Diego dijo fue «es un caballo». Ni bien
terminó la palabra, el perro ladró, y el ladrido llenó la tarde y nosotras
juramos que hizo temblar un poco la superficie del agua de la tosquera. Era
grande como un potrillo, completamente negro, y se notaba que estaba dispuesto
a bajar la loma. Pero no era el único. El primer resoplido había llegado de
detrás de nosotros, del fondo de la playa. Allá, muy cerca, caminaban tres
perros-potrillos babosos, sus costados subían y bajaban, se les notaban las
costillas, estaban flacos. Estos no eran los perros del dueño, pensamos, eran
los perros de los que había hablado el colectivero, salvajes y peligrosos.
Diego les hizo «shhh» para amansarlos, y Silvia dijo «no hay que mostrarles que
estamos asustados», y entonces Natalia, enojada, llorando por fin, les gritó:
«Soberbios de mierda, vos sos una negra culo chato, vos un pelotudo, ¡y ellos
son mis perros!».
Había uno a cinco metros de Silvia. Diego ni le prestó
atención a Natalia: se puso delante de su novia para protegerla, pero entonces
apareció otro perro detrás de él, y dos más chicos que bajaron corriendo
ladrando la lomita por la que no se asomaba el dueño, y de repente empezaron
los rugidos de hambre o de odio, no sabíamos. Lo que sí sabíamos, de lo que nos
dimos cuenta porque era tan obvio, era de que los perros ni nos miraban. A
ninguna de nosotras. No nos prestaban atención, como si no existiéramos, como
si ahí junto a la tosquera solo estuvieran Silvia y Diego. Natalia se puso una
remera y una pollera, nos susurró que nos vistiéramos también, y después nos agarró
de las manos. Caminó hasta la entrada de hierro tipo arco que daba a la ruta, y
recién ahí empezó a correr hasta la parada del 307, y nosotras detrás de ella.
Si pensamos en buscar ayuda, no lo dijimos. Si pensamos en volver, tampoco lo
dijimos. Cuando escuchamos los gritos de Silvia y Diego desde la ruta, rezamos
secretamente para que no parara ningún auto y también los escuchara; a veces,
como éramos tan jóvenes y lindas, nos ofrecían llevarnos gratis hasta la
ciudad. Llegó el 307 y subimos con tranquilidad para no levantar sospechas. El
chofer nos preguntó cómo andábamos y le dijimos bien, bárbaro, todo tranquilo,
todo tranquilo.