Lo nuestro
es el seso (ejercicio No.9)
Como una bofetada Lucrecia me dice:
--Podría rezar de
aburrimiento —
--Pero Lucre, no te
entiendo, siempre me has reclamado que no todo tiene que ser sexo —
--Sí, pero ahora solo quiero
charlar y no pensar. Si estamos juntos es para disfrutarnos —
--¿Charlar sin pensar?
—
--¿Por qué no?
Dejémonos llevar por el momento —
Seguimos caminando lentamente por el paseo de la costa. Se
acerca la hora del atardecer. El sol se pone entre la Isla de Gorriti y el
extremo romo de la llamada Punta Ballena. Le paso el brazo por la cintura. Se
arrima más a mí y siento que está conforme. Esta rambla está adornada con
palmeras muy altas. Son generalmente de la variedad Butiá y Pindó, autóctonas
de la región este del Uruguay. Están protegidas por ley y no se las puede
cortar o sacar sin autorización de la municipalidad. Rompo el silencio y le
hablo de las palmeras nativas como las que están a la vera de nuestro camino
junto al océano.
--Ves, si tuvieran que
modificar el trazado de la calzada no se podría tocar y, menos que menos,
cortar ninguna palmera. A lo sumo tendrían que trasladarla entera con raíces y
todo a un emplazamiento cercano— Entonces me espeta con visible ironía:
--¿Cómo me ves en la
luz del atardecer bajo tus sagradas palmeras? –
--Divina, si fuera un pintor
renacentista ya te estaba representando como una virgen y santa. Qué linda esa
piel tan blanca contrastando con tus ojos luminosamente oscuros, con tus labios
carnosos sugiriendo una sonrisa apenas escondida. Tus pómulos se muestran más
esculpidos; es que la luz a esta hora modela, empareja los colores haciéndolos
más dependientes de las formas, de las intensidades y no de su saturación. ¿Ves
cómo puedo dejar el seso y hablar de la belleza? –
--No ves Rafael que no
se puede ser desgraciado debajo de una palmera y mientras gozamos del espectáculo apabullante
de la puesta del sol. Dejemos que sea el momento el que nos guíe —
Seguimos caminando por la rambla. Cada tanto Lucrecia mira
para arriba como queriendo absorber la altiva dignidad de las palmeras Butiá.
Me quedo contento que finalmente la conversación haya derivado a temas menos
trascendentes. Cuando al empezar la caminata me dijo que había leído que el
fascismo fue destruido como ideología en la Segunda Guerra Mundial no pude
evitar hablar sobre el tema. Traté de explicarle que todo cambia; que la vida
es un hecho dinámico y que lo que interesa no es el nombre con que se apele a
algo sino la esencia del hecho. Le referí la anécdota de un amigo, director
teatral y escritor, que pudo entrevistarse con Arthur Miller allá por los años
ochenta. Fue luego de eso que me dijo lo
de rezar de aburrimiento.
--Mira Lucre, hay unos
lindos bancos de madera, ¿qué tal si nos sentamos a esperar que desaparezca el
disco solar? –y agrego sin demasiado tacto—para eso no hay que pensar —.
No me responde nada. Nos sentamos. Aprovecho para pasarle mi
brazo derecho por sus hermosos y redondeados hombros ahora tostados en esas
playas del litoral atlántico. Es la hora de la virazón, cambia el viento y la
temperatura bajo unos pocos grados. Veo que Lucrecia tiene algo de frío. Se me acerca
hasta que parece que quisiera fundirse en mí. Sigo recordando mi torpeza de hace
unos minutos antes y cómo le hablé. Fue casi doctoralmente, no como los amantes
que éramos. Reconozco lo lógico de su reacción a mis elucubraciones mentales
sobre el fascismo. Fui un tonto. Le traté de aclarar que eso ha estado siempre
presente en las sociedades humanas aunque bajo muy diferentes nombres, no era
el momento. Enseguida me di cuenta de que un lugar así bajo las palmeras con la
vista al horizonte oceánico justo al atardecer no es para intelectualizar, es
para sentir. Y entonces sí siento que me da suaves besos a lo largo de mi
cuello y que llega a mi oreja derecha. Me estremezco de placer. Entonces me dice en un susurro:
--No terminaste de
contarme lo que le dijo Arthur Miller a tu amigo cuando le preguntó por Las
Brujas de Salem y si eso no era el fascismo recurrente que sigue hasta nuestros
días—