viernes, 12 de junio de 2020

inicio de Nocilla Dream de Agustín Fernández Mallo

Nocilla Dream

—¿Has vuelto a leer algún libro de Raymond Carver?
—¿Leer? No, no leo, no (se pone a reír inesperadamente). Veo muchos DVDs.
    ENTREVISTA A DANIEL JOHNSTON, Rockdeluxn.º 231
Escribir es intentar saber qué escribiríamos si escribiéramos.
 MARGUERITE D URAS

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    Podemos definir los ordenadores como máquinas de triturar números. Podemos pedirles que nos den la posición exacta dentro de 100 años de un satélite, o que pronostiquen las subidas y bajadas de la bolsa por un período de un mes. Nos darán la información en pocos segundos. Pero tareas que no revisten complejidad para los seres humanos, como reconocer rostros o leer textos escritos a mano, resultan muy difíciles de programar y de hecho aún no están satisfactoriamente resueltas. Parece ser que nuestra red de neuronas cerebrales sí contiene los mecanismos necesarios para realizar esas operaciones. De ahí el interés en crear computadoras inspiradas en el cerebro humano.
    B. JACK COPELAND & DIANE PROUDFOOT

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    En efecto, técnicamente su nombre es US50. Está en el Estado de Nevada, y es la carretera más solitaria de Norteamérica. Une las localidades de Carson City y Ely atravesando un desierto semimontañoso. Una carretera en la que, hay que insistir, no hay nada. Exactamente nada. 418 kilómetros con 2 burdeles en cada extremo. Conceptualmente hablando, en todo el trayecto sólo una cosa recuerda vagamente a la presencia humana: los cientos de pares de zapatos que cuelgan de las ramas del único álamo que allí crece, el único que encontró agua. Falconetti, un ex boxeador que venía de San Francisco, se propuso hacerla a pie. Había llenado la mochila verde del ejército con mucha agua y un mantel para extenderlo en las cunetas a la hora de comer. Entró en una tienda de comestibles de Carson City, un supermercado con 5 estanterías, cortas, ridículas, Un muñón si esas 5 estanterías fuesen 5 dedos, pensó. Compró pan, una gran cantidad de sobres de buey liofilizado y galletas de mantequilla. Comenzó a caminar hasta dejar atrás el arrabal de la ciudad y entrever al fondo el recorte del altiplano. El asfalto, carnoso, se hundía bajo los 37°C del mediodía. Pasó de largo ante el Honey Route, último burdel antes de dar comienzo el desierto, y Samantha, una morena teñida que se hacía las uñas de los pies a la sombra del porche, lo saludó de la misma manera que había saludado siempre a coches, peatones y camiones, sin otro propósito que desear la buena suerte, pero esta vez además añadió, ¡Si ves a un tipo en un Ford Scorpio Rojo que viaja solo hacia Nueva York, dile que vuelva! Falconetti apretó play en el walkman e hizo como que no la oía. Instintivamente aceleró el paso y hundió aún más el pie en los 37°C de asfalto. Hacía casi un mes que había salido de San Francisco, rebotado del ejército. Allí, en el ejército, había leído la historia de Cristóbal Colón, y habiendo quedado fascinado por la osadía de éste se propuso hacer lo mismo pero en sentido contrario: ir de Oeste a Este. Nunca antes había salido de San Francisco.

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    Desde la primera vez que lo vio se convenció de que por fuerza no podía ser algo bueno, pero tampoco malo. Extraño. Era un zapato, un zapato tirado en mitad del asfalto. No 2, ni 4, ni 8 ni ninguna otra cifra par, sino la cifra impar por antonomasia: 1. Billy the Kid hacía con su padre, escalador profesional, el trayecto Sacramento-Boulder City, y estaba acostumbrado a ir amarrado en la parte de atrás de la furgoneta entre cuerdas de 11 milímetros, arneses Petzl y abundantes mosquetones. El padre, Billy a secas, improvisaba un arnés para el crío y con dos mosquetones a ambos lados de la cintura lo sujetaba a fin de que no se diera trompazos en las curvas. Billy the Kid iba feliz. Aquel día habían salido temprano para llegar a tiempo a la 3.ª Competición de Escalada Deportiva de Boulder City, en la que el padre participaba. Desayunaron en la primera estación de servicio que encontraron. Tomaron el clásico café con tostadas de cacahuete fritas a la cerveza y mermelada, y Billy the Kid, mientras revolvía el descafeinado que aún quedaba en el fondo de la taza, se acordó de su madre, pocas horas antes, cuando en la entrada de la urbanización, y tomada por una belleza que al crío le pareció definitiva, le apretó la cabeza contra su pecho antes de darle un beso. Como cada domingo, Conduce con cuidado, le había dicho al padre después de también besarlo. Dormitaba en la parte trasera de la furgoneta cuando se despertó y, a lo lejos, quieto en el asfalto como un conejo sin camada, paralizado por una incertidumbre que es imán para la soledad, lo vio, un zapato de tacón, marrón quizá por la tierra del desierto, o quizá porque de verdad fuese marrón. Ni 2, ni 4, ni 6, ni 8, ni ninguna otra cifra par.

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    Pensó que el amor, como los árboles, necesita cuidados. No entendía entonces por qué cuanto más fuerte y robusto crecía el álamo que tenía en sus 70,5 acres, más se venía abajo su matrimonio.

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