Nocilla Dream
—¿Has vuelto a leer algún libro de Raymond Carver?
—¿Leer? No, no leo, no (se pone a reír inesperadamente). Veo muchos DVDs.
ENTREVISTA A DANIEL JOHNSTON, Rockdeluxn.º 231
Escribir es intentar saber qué escribiríamos si escribiéramos.
MARGUERITE D URAS
1
Podemos
definir los ordenadores como máquinas de triturar números. Podemos
pedirles que nos den la posición exacta dentro de 100 años de un
satélite, o que pronostiquen las subidas y bajadas de la bolsa
por un período de un mes. Nos darán la información en pocos segundos.
Pero tareas que no revisten complejidad para los seres humanos, como
reconocer rostros o leer textos escritos a mano, resultan muy difíciles
de programar y de hecho aún no están satisfactoriamente resueltas.
Parece ser que nuestra red de neuronas cerebrales sí contiene los
mecanismos necesarios para realizar esas operaciones. De ahí el interés
en crear computadoras inspiradas en el cerebro humano.
B. JACK COPELAND & DIANE PROUDFOOT
2
En
efecto, técnicamente su nombre es US50. Está en el Estado de Nevada, y
es la carretera más solitaria de Norteamérica. Une las localidades de
Carson City y Ely atravesando un desierto semimontañoso. Una carretera
en la que, hay que insistir, no hay nada. Exactamente nada. 418
kilómetros con 2 burdeles en cada extremo. Conceptualmente hablando, en
todo el trayecto sólo una cosa recuerda vagamente a la presencia humana:
los cientos de pares de zapatos que cuelgan de las ramas del único
álamo que allí crece, el único que encontró agua. Falconetti, un ex
boxeador que venía de San Francisco, se propuso hacerla a pie. Había
llenado la mochila verde del ejército con mucha agua y un mantel para
extenderlo en las cunetas a la hora de comer. Entró en una tienda de
comestibles de Carson City, un supermercado con 5 estanterías, cortas,
ridículas, Un muñón si esas 5 estanterías fuesen 5 dedos, pensó. Compró
pan, una gran cantidad de sobres de buey liofilizado y galletas de
mantequilla. Comenzó a caminar hasta dejar atrás el arrabal de la ciudad
y entrever al fondo el recorte del altiplano. El asfalto, carnoso, se
hundía bajo los 37°C del mediodía. Pasó de largo ante el Honey Route,
último burdel antes de dar comienzo el desierto, y Samantha, una morena
teñida que se hacía las uñas de los pies a la sombra del porche, lo
saludó de la misma manera que había saludado siempre a coches, peatones y
camiones, sin otro propósito que desear la buena suerte, pero esta vez
además añadió, ¡Si ves a un tipo en un Ford Scorpio Rojo que viaja solo
hacia Nueva York, dile que vuelva! Falconetti apretó play en el walkman e
hizo como que no la oía. Instintivamente aceleró el paso y hundió aún
más el pie en los 37°C de asfalto. Hacía casi un mes que había salido de
San Francisco, rebotado del ejército. Allí, en el ejército, había leído
la historia de Cristóbal Colón, y habiendo quedado fascinado por la
osadía de éste se propuso hacer lo mismo pero en sentido contrario: ir
de Oeste a Este. Nunca antes había salido de San Francisco.
3
Desde
la primera vez que lo vio se convenció de que por fuerza no podía ser
algo bueno, pero tampoco malo. Extraño. Era un zapato, un zapato tirado
en mitad del asfalto. No 2, ni 4, ni 8 ni ninguna otra cifra par, sino
la cifra impar por antonomasia: 1. Billy the Kid hacía con su padre,
escalador profesional, el trayecto Sacramento-Boulder City, y estaba
acostumbrado a ir amarrado en la parte de atrás de la furgoneta entre
cuerdas de 11 milímetros, arneses Petzl y abundantes mosquetones. El
padre, Billy a secas, improvisaba un arnés para el crío y con dos
mosquetones a ambos lados de la cintura lo sujetaba a fin de que no se
diera trompazos en las curvas. Billy the Kid iba feliz. Aquel día habían
salido temprano para llegar a tiempo a la 3.ª Competición de Escalada
Deportiva de Boulder City, en la que el padre participaba. Desayunaron
en la primera estación de servicio que encontraron. Tomaron el clásico
café con tostadas de cacahuete fritas a la cerveza y mermelada, y Billy
the Kid, mientras revolvía el descafeinado que aún quedaba en el fondo
de la taza, se acordó de su madre, pocas horas antes, cuando en la
entrada de la urbanización, y tomada por una belleza que al crío le
pareció definitiva, le apretó la cabeza contra su pecho antes de darle
un beso. Como cada domingo, Conduce con cuidado, le había dicho al padre
después de también besarlo. Dormitaba en la parte trasera de la
furgoneta cuando se despertó y, a lo lejos, quieto en el asfalto como un
conejo sin camada, paralizado por una incertidumbre que es imán para la
soledad, lo vio, un zapato de tacón, marrón quizá por la tierra del
desierto, o quizá porque de verdad fuese marrón. Ni 2, ni 4, ni 6, ni 8,
ni ninguna otra cifra par.
4
Pensó que el amor, como los
árboles, necesita cuidados. No entendía entonces por qué cuanto más
fuerte y robusto crecía el álamo que tenía en sus 70,5 acres, más se
venía abajo su matrimonio.
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